TEMAS SOCIALES 6, JUNIO 1995Boletín del Programa de Pobreza y Políticas Sociales de SUR
EL CARBÓN,CULTURA Y CUESTIÓN SOCIAL
En enero de 1995, fuimos a la Provincia de Arauco junto a un grupo de alumnos de Antropología de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Nuestro propósito era realizar un trabajo de terreno junto a mineros del carbón, pescadores artesanales, comunidades mapuches y trabajadores forestales. Sin duda, sectores muy diferentes, pero unidos por la geografía de una de las provincias más pobres del país y que produce uno de los volúmenes más significativos de riqueza, a través de los productos de exportación. Allí, a 500 kilómetros de Santiago, cerca de la ciudad de Concepción, se entremezclan de una manera compleja la pobreza tradicional ¾el caso de las comunidades mapuches¾ con la pobreza moderna ¾el caso de las faenas madereras de exportación o la pesca, que atrae a enormes masas humanas a las costas del Golfo de Arauco¾. Ambas pobrezas están integradas en un mismo sistema. Muchas personas transitan de una a otra. Es, quizá, uno de los espacios geográficos del país donde el "modelo económico" muestra su cara más negra.
Nos habíamos propuesto encontrarnos con los "voceros" de la gran huelga del carbón de 1994. Pensábamos que había sido el "movimiento social" más importante ocurrido ese año. Un caso, probablemente el primero, de protesta negativa, de "antimovimiento social", como habría dicho Alain Touraine. Frente al cierre de la mina de Coronel, luego de una explosión de gas grisú, los mineros entraron a la mina, al fondo del mar, y se declararon en huelga de hambre. Nombraron "voceros" al margen de las dirigencias sindicales. La mayor parte de ellos eran evangélicos de religión, lo que les permitió sobreponerse y transformar el tiempo de privación en un gran acto litúrgico. En un momento se dispusieron al sacrificio definitivo, disponiéndose a morir colectivamente. Viajaron a Santiago, a La Moneda. Las mujeres velaban en la orilla del "pique". Finalmente, después de semanas de tensión, firmaron un acuerdo con el gobierno, el que se está cumpliendo.
El carbón es, sin duda, uno de los casos sociales más dramáticos, no sólo del país, sino común a muchos países del mundo. Las faenas carboníferas han perdido capacidad de producir riqueza, se han devaluado, han quedado fuera del modelo de desarrollo. Las tecnologías han cambiado, los costos han subido, en fin, se señala que pasó la época del carbón.
Una cuenca carbonífera entera, una sociedad y una cultura ligada al carbón quedaron sin sentido, con la mirada anclada en el pasado. El Estado y el resto de la sociedad los llama a "reconvertirse", les dice que sus conocimientos, sus costumbres, su audacia para entrar a la mina, su orgullo de ser minero, hijo de minero, no tienen sentido en el mundo de hoy.
La gente del carbón está perpleja, no quiere creer que sea cierto. No pueden aceptar el derrumbe de sus vidas. Las ciudades carboníferas están llenas de hombres jubilados que aún están en la plenitud de sus fuerzas para seguir trabajando. Los programas de capacitación y reconversión aún no dan resultados. Muchos, incluso, no creen en ellos. En estos días, mayo de 1995, hemos vuelto a escuchar de huelgas mineras, esta vez en Lota y Curanilahue. El programa carbonífero seguirá vigente durante mucho tiempo.
Conversamos con uno de los principales "voceros" de la huelga. Es un hombre joven, envejecido por los problemas que le ha tocado vivir. Se sentó delante de nosotros, se restregó las manos y habló sin parar. No hubo necesidad de pregunta alguna. Guardamos un silencio respetuoso frente a su historia.
En el relato se combinan muchos elementos. El analista los podrá diferenciar. Hay una vieja cultura de solidaridad que emocionará a muchos. Probablemente se está perdiendo, puede ser que este sea uno de sus últimos testimonios; pero es importante consignar que continúa existiendo a pesar del silencio a que es sometida. El "vocero" que habla no posee militancia ni tiene experiencia sindical previa. Por él habla la cultura obrera que por generaciones ha alimentado la supervivencia y la solidaridad de la gente del carbón. Hay también una visión brutal del Estado, del poder. Es la visión que posee mucha gente en Chile. Hay muchos juicios en el relato, son de gran valor. No nos importa tanto la objetividad de la mirada, es mucho más importante abrir los oídos y la vista a la visión del poder político que tiene un sector tan importante de chilenos. La Moneda, el santuario del poder, se llena de fantasmagorías, de relatos controvertidos, de escenas interpretadas desde la cultura popular ¾como la de supuestos micrófonos colocados bajo la mesa, la mala calidad de la comida y las tretas que usaría el poder para doblegar a los mineros que negocian¾. No interesa nada si aquello es verdadero o falso. Lo que importa es que los mineros lo creían y lo creen. Podrá ser de interés para quienes están ejerciendo ¾temporalmente por supuesto¾ el poder, saber cómo son vistos por los pobres de este país. Los lenguajes, lo sabemos, no siempre son equivalentes y expresan los mismos significados.
En un Temas Sociales anterior, señalábamos que el "testimonio" se puede convertir en el discurso de los pobres. Aquí tenemos un caso extremo, casi en el límite de lo testimonial. Frente a la racionalidad del sistema del crecimiento económico y la modernización, los sectores que no se pueden "colgar" son arrinconados a los extremos del discurso y la acción testimonial. El testimonio se expresa físicamente: bajar a la mina, varios kilómetros bajo el mar, cerrar las comunicaciones, negarse a subir, no sacarse el casco de minero en las conversaciones, son testimonios de la desesperación de no tener un espacio en esta sociedad que se moderniza compulsivamente cada día.
Los testimonios que iremos presentando en estos Boletines, suplementos de Temas Sociales, tienen por objeto principal permitir que hablen los pobres, que su voz sea escuchada en los planes de "superación de la pobreza"; porque muchas veces no se los consulta, a pesar de que son los principales afectados y que deben ser los principales protagonistas.
José Bengoa.
1. Relato de una huelga minera del 1994
[1]Tengo 31 años y estoy aquí porque me han invitado. Vengo aquí con la mejor de las voluntades a conversar, a contarles lo que vivimos en Coronel durante 12 días, en 1994.
Soy uno de los mineros a los que despidieron el 27 de diciembre de 1991, uno de los que vivió ese “año nuevo negro”, como lo llamamos en Coronel. Hice muchos trabajos por ahí; sin embargo, debido a que me acostumbré a trabajar en la mina, en noviembre del 1993 decidí volver nuevamente. Pero los sueldos, aunque “particular” —así se llamó cuando volvimos nuevamente, porque nos dieron uniforme particular—, se habían reducido a la mitad y la seguridad de la minera era el 50 por ciento menos que antes. Antes se trabajaba con un 100 por ciento de la seguridad y después, con el sistema de contratistas, trataban de abaratar los costos. Eso significaba que la seguridad era mínima. Esas eran las condiciones en que bajábamos a trabajar.
Yo, en el interior de la minera, era maquinista cortador, de esos que cortan el carbón con la máquina. Imagínense una moto sierra gigante, con 36 picos con diamante, ésas cortan el carbón.
2. La explosión
Como les decía, la inseguridad fue la que produjo veintiún muertos, que eran compañeros míos. Ellos habían detectado y denunciado que existían anomalías en el frente del carbón abandonado, el que esta cerca del que estaba funcionando en el distrito sur. A ese frente abandonado nunca se le hizo un foro —que lo llaman—, nunca le hicieron un control minucioso de cuánto se acumula en un mes, en una semana o en un día. Por eso se descuidó; se empezó a acumular gas, pasó el nivel bueno. Yo no puedo hablar de la cantidad de gas, porque hay gente especializada, mayordomos y supervisores, quienes saben de las medidas y controles; pero, en cierto nivel —hablemos de un 9 por ciento y hasta un 15 por ciento— es explosión. Eso significaba que ese lugar estaba lleno de gas. Ya se había denunciado que había anomalías. “Ese lugar estaba caldeado”, comentaban las personas que pasaban por ahí a sus lugares de trabajo.
El día 30 de septiembre yo había ido a trabajar al primer turno. Mi distrito era el norte, otro lugar; pero, en el fondo, la mina se divide por unos pocos metros no más. Yo estaba en mi casa cuando, a las 12 de la noche, llegaron a buscarme. Me golpearon fuerte la puerta, porque yo estaba acostado, ya listo para esperar la mañana e ir a trabajar. Cuando abrí la puerta, entró un compañero desesperado y me dijo: “Hubo una explosión y hay veinte muertos, tenis que ir, porque hay que ayudar a sacarlos”. Yo no me podía imaginar veinte muertos así, de golpe.
Fue en esa parte, donde estaba abandonado; había cosas eléctricas que estaban funcionando. Llegamos al pique cerca de la 1 de la mañana y encontramos que era verdad lo que había pasado, que había veinte muertos, que uno estaba grave —ese era el compañero que se encontraba como a 400 metros de donde se produjo la explosión. El fuego del gas grisú siempre va contra del viento, porque va quemando el oxígeno. En lugar de ir a favor, va en contra; siempre va a ser así porque busca el aire para quemar, el oxígeno.
Huerta se encontraba en unas de las divisiones, entre ambos frentes, la maestra principal. Ahí fue donde encontré a Huerta. Lo pilló la bola de fuego, porque ahí, donde hay una división, el viento es más fuerte. Ahí chocó el fuego con el viento y encontró a Huerta, por eso quedó vivo. Él se encontró en la bola de fuego y el fuego se dividió inmediatamente. Huerta quedó dentro de la bola de fuego, pero fueron segundos. Nosotros suponemos que fue así porque pudo sobrevivir, pero ya tenía el 90 por ciento de su cuerpo quemado. Él quedó vivo por, bueno, cosas de la vida. Así se logró sacar a Huerta cuando yo llegué al pique. Ya había sido sacado de la mina a la asistencia pública (a eso de las dos). A las tres de la mañana sacaron a los tres primeros.
En ese momento, no me permitieron bajar al lugar donde estaban los muertos, porque un grupo fue a rescatar y otro grupo se quedó arriba, para recibir. En eso quedé yo: para recibir a los muertos.
Me tocó sacar a los tres primeros compañeros que, aún conociéndolos, sabiendo quiénes eran, cómo eran, no sabía quienes eran. Solamente los identificaba porque las lámparas que nosotros usábamos tienen un número. Por eso sabemos qué lámpara estaba asignada a cada persona, por su número. Así los identificamos. Luego les amarramos un papelito a la camilla, así se sabía quiénes eran. Los tres primeros fueron los que no se pudieron reconocer a simple vista; los otros, los que estaban más adentro, algunos quedaron enteros y muertos por asfixia. Dos de los disparadores de las tronadoras murieron por asfixia, porque en ese momento se terminó el oxígeno y quedó solamente el fuego.
Al final de la mañana, cuando todavía sacábamos al resto, yo quise bajar, pero no me lo permitieron porque ha había estado toda la noche. Entonces, para prevenir el cansancio, no me permitieron bajar a seguir sacando, porque en un momento se paralizó toda la actividad. En ese mismo momento llegó el gerente de la empresa, que fue notificado a primera hora y que vive cerca del pique. Llegó casi a las 8 de la mañana (la explosión fue a las 8:20 del día anterior); él se demoró casi doce horas en llegar al pique, a pesar de que vivía a pocos metros de donde se produjo el accidente.
Esa noche llegaron todas las autoridades de gobierno, el subsecretario, todo el personal; todo en ese momento era lamentación y dolor para nosotros. Tenemos que sacar a nuestros compañeros y dos de mis compañeros eran vecinos míos. Cerca, a poquitos metros de mi casa, estaban velando a dos de mis compañeros, así que en la noche iba un rato a un lado y otro rato. Al otro día salimos a ver a los otros que estaban en Villa Mora, Coronel; así vi los distintos lugares donde se estaban velando.
La toma nace de ahí. La toma de la mina se venía preparando hace un poco tiempo atrás. Se quería hacer algo por la seguridad de la mina, porque era insegura. Después de que se produjo el accidente, se empezó nuevamente a gestionar el motivo de hacer algo, de prevenir, de decirle a alguien que la mina estaba insegura, de que los contratistas no estaban cumpliendo con las normas de seguridad. El contratista era el más joven que había en la mina; el contratista del lugar donde ocurrió el accidente era tío del contratista del otro distrito. Se trataba de decir y de advertirle a alguien, porque a las partes, a las personas encargadas de seguridad, se les había advertido que la mina no estaba en buenas condiciones. Pero todos lo eludían.
Las condiciones para trabajar de nosotros eran pésimas. Lugares donde tiene que haber, digamos, galerías abiertas de tres por cuatro metros, de tres por tres de grande, apenas alcanzaban el metro y medio, el metro de altura. Por ahí teníamos que caminar 300 metros para llegar al frente. Eran lugares que daban miedo. Después de la tragedia empezó la inseguridad, toda la gente se puso nerviosa, todos nos empezamos a quedar en los baños no queríamos bajar, no teníamos ninguna gana. Yo, por lo menos, me atemoricé más, porque como la máquina que yo manejaba era eléctrica, de repente había calentamiento en la máquina. Tenía miedo, miedo de que volviera a pasar. Era visto que siempre detrás de una explosión, siempre hay otra, porque pueden haber nuevamente acumulaciones de gas; donde se junta el oxígeno hace la combustión.
3. La toma
Bueno, esa fue la parte de nuestros compañeros, de cuando los llevaban al entierro. No vimos al Presidente, sino al vicepresidente. Ahí, mientras estábamos enterrando a nuestros compañeros, al último que tuvimos que enterrar fue a Huerta. Y en los funerales de Huerta fue que se planificó y se determinó la toma de la mina. En los funerales de Huerta, mientras enterraban a Huerta, un grupo de nosotros estaba conversando y afinando los últimos puntos para tomarse la mina.
Yo fui uno de los encargados de bajar, de ser el último, esa mañana a la mina para llevar los últimos detalles y las últimas noticias de todo lo que había que hacer. La gente estaba preparada para llamar a la radio, a la TV, a la prensa. Todo estaba programado con gente que sabía cada uno lo que tenía que hacer. Ese día fue un día terrible, de nerviosismo, de miedo, porque yo nunca me había visto en la situación de ser partícipe de un grupo de personas. No fui la cabeza ni el que dio la idea de tomarse la mina, fue el grupo, más bien, el que tenía que hacerlo.
Mientras iba caminando hacia la corrida en la mina, se formó un convoy de carros que transportaban a la gente. Cuando yo bajé al pique, en el fondo, ya había un grupo que se estaba tomando la mina. Yo pasaba disimulado, porque los jefes siempre están ahí, los mayordomos. Ellos, que eran mejores pagados, podían advertir que se iba a tomar la mina. Al pasar por esos grupos, me dijeron: “Estamos listos. Tú traes la otra gente y aquí nos tomamos”. Así partió la toma de la mina.
Yo fui donde la gente y les dije: “Bueno, ustedes ven el grupo que está allá, ¿cierto? Ya se tomaron la mina, así es que nosotros tenemos que agregarnos al grupo. ¿Nos vamos? ¡Nos vamos!”. En ese momento se decidió tomarse la mina. Abajo quedó el tercer turno, los que venían saliendo, que no quisieron salir porque había un modo de preparación de atrasar las comidas, para que nos juntáramos todos abajo. Y resultó.
Nos tomamos la mina, pasó un lapso de una hora cuando se advirtió a los jefes, a todos, al superintendente, a toda la gente arriba, a las jefaturas. Ahí bajaron ellos, a hacer la primera negociación. Dijeron: “Bueno, ¿qué está pasando aquí?”. “Aquí se decidió tomar la mina”, le dijimos.
En ese momento yo no participaba en el grupo de los siete, porque sólo representaba al distrito norte. Todavía no se determinaba quiénes iban a ser los voceros, todavía todos estábamos hablando en grupo, los trescientos y tantos hablábamos. Entonces bajaron los jefes y dijeron: “Bueno, tenemos entendido que se tomaron la mina”. “Sí” dijeron todos, "tomamos la mina por las condiciones en que estábamos trabajando”. La empresa dijo que iba a cerrar, porque —según ellos— el cierro era inminente ahora en marzo. La mina se cerraba definitivamente y nosotros quedábamos sin nada. Se desparramaban los viejos. Con el término “viejos” me refiero al hombre minero, aunque sea joven o viejo, es “el viejo”. Cuando hablo de “vieja”, es porque la señora, sea joven o vieja, siempre va a ser “vieja”; así se les llamo allá en Coronel, el minero lo hace así.
Entonces bajó mi contratista, que vio que yo, en cierto modo, encabezaba al grupo, porque por el temor en ese momento todavía no se sabía quiénes eran las cabezas visibles; aún no se nombraban a los voceros. Por eso me dijo: “Oye, formen una comisión, un grupo para que negociemos y veamos qué podemos hacer, en qué los podemos ayudar”.
Mi jefe siempre nos decía: “Nosotros somos los privilegiados, porque nuestro frente no fue el de la tragedia; nuestro frente está bien, sabemos que podemos trabajar dos años sin problemas y que podemos sacar carbón y podemos sobrevivir”. Pero estábamos hablando del distrito sur, el cual se había paralizado; esa gente iba a quedar sin trabajo. Entonces dijeron: “Bueno, formen las personas que van a ser los representantes de los mineros”. Yo no le voy a decir que salí porque era la cabeza de todo esto, sino porque un grupo de mis compañeros, todo mi distrito dijo: “Bueno, Peine va a ser”. Pudo haber sido cualquiera de mis compañeros, pero fue una cosa de suerte que me favoreció a mí; así fueron nombrados los otros voceros.
Decidimos no salir durante toda la mañana, hasta cuando se pronunciara el gobierno regional directamente. Le dijimos a la empresa: “La cosa no es con la empresa, queremos negociar directamente con el gobierno”, porque la empresa en ese momento decía que ellos cerraban en marzo. Le preguntamos a la empresa: “¿Qué pasa con nosotros?”. Y nos dijeron que ellos eran una empresa particular, que no podían hacer nada por nosotros. Por eso quisimos conversa con el gobierno. Y lo primero que hizo el gobierno fue negarse. Así decidimos no salir y nos quedamos abajo. En las primeras horas, yo también era un atado de nervios, porque las primeras horas era analizar, sacar ideas, hacer cosas. Formamos los grupos de disciplina, la gente que organizaba abajo, la gente que iba a recibir los alimentos que llevábamos y otras cosas. Lo que más se recalcó en el funeral de Huerta fue recomendar a nuestros compañeros llevar harto “mangi” y harta agua, que era lo más importante. El agua para la deshidratación, porque nosotros conocíamos la mina y todo minero permanecía a turnos dentro de la mina y saben lo que es estar dos turnos. Lo que más se necesita al no es el pan, sino el agua. El aire de la mina es con ventilador, un extractor que existe en Schwager, uno grande, cuadrado, bien grande. Chupa el aire de la mina que entra por el pique madre, por donde nosotros salíamos y entrábamos, la boca principal de la mina.
Entonces, fue así como nos organizábamos abajo y empezábamos a separar los lugares que íbamos a usar como dormitorio de los lugares que usaríamos como oficina, porque en ningún momento se quiso cortar la comunicación. Lo que dijeron es que nosotros pidiéramos y ellos daban. En ese momento a la empresa tampoco le convenía estar de parte del gobierno.
Las primeras horas fueron tensas. Mi señora ya estaba advertida, muchos de nosotros ya habían advertido a sus señoras de que se iba a tomar la mina y nos íbamos a quedar abajo. Mi señora y muchas ya estaban preparadas. Yo le dije: “Si a las nueve de la mañana escuchan alguna noticia, ustedes acérquense al pique y quédense ahí, pero no hagan nada”. Siempre se les pidió a las señoras que no hicieran nada que nos entorpeciera a nosotros.
4. Primeras conversaciones
Con el primero que salimos a conversar a las pocas horas después, fue con el superintendente de la mina, quien nos preguntó qué queríamos. Le volvimos a recalcar que la cosa no era con ellos, que nosotros queríamos conversar con el gobierno. De esa conversación nos volvimos nuevamente a la mina.
Fue un acuerdo que tomamos abajo, que si íbamos a negociar nunca nos íbamos a quitar la ropa de minero y que adónde fuéramos íbamos a ir de minero, con nuestros cascos, nuestras lámparas y nuestras ropas de minero. Yo andaba con unos blue jeans rotos también, porque en la mina la ropa no dura nada. Fue un acuerdo; todos nuestros compañeros dijeron: “Ninguno de los voceros se va a vestir de civil para ir a negociar, siempre van a ir de minero hasta el final”. Así que se nominaron asesores, hombres experimentados en negociaciones; a quienes habían sido anteriormente nuestros dirigentes los llamamos como asesores, porque nosotros —ninguno de los siete— no teníamos experiencia ni idea de lo que era negociar con alguien o conversar sobre el asunto. Como mediador neutral, llamamos al padre Pepe, de la parroquia de Coronel. Al padre Pepe nunca le gustó la idea de que nosotros nos hubiéramos tomado la mina y de que estuviéramos ahí; lo que siempre nos pidió el padre Pepe desde un principio fue que desalojáramos la mina.
Las primeras conversaciones fueron en la Parroquia de Coronel, a la cual vino el intendente, que era el subsecretario de gobierno regional. Ellos no podían aclarar nada porque no tenían instrucciones directas del gobierno. Así es que se siguió conversando. Ellos no querían que nosotros nos saliéramos con la nuestra. En ese momento declaramos al superintendente no apto para la negociación y pedimos personal directo del gobierno. Nos volvimos a la mina y permanecimos siete días más en la mina encerrados hasta que se nos comunicó que un asesor del ministro del Interior se dirigía a Coronel.
Nosotros siempre nos imaginamos a la gente de gobierno grande, maceteada. El tipo era chiquitito, bien chiquitito, más chico que mi hijo. Pasó inadvertido cuando nos llamaron a conversar. Nos sentamos todos en la mesa y él se sentó en una esquina. Nos observaba a todos y era tan chiquitito que, claro, pasó inadvertido. En un momento se sentó el Intendente, se sentó el secretario y dijo: “Aquí les presento al asesor de gobierno, quien se va a sentar a negociar”.
Estábamos hablando en la parroquia de Coronel, porque en ningún momento el gobierno quiso bajar a la mina. Por seguridad ellos nunca van a bajar a un lugar donde no conocen. En ese momento se determinó cerrar las negociaciones con el gobierno regional, queríamos conversar directamente con el gobierno central, que era Santiago. El gobierno central tampoco se hizo esperar. El Vicepresidente inmediatamente nos hizo un llamado, nos invitó a sentarnos a conversar. Así fue como, por primera vez, viajamos en avión. El gobierno central fue muy táctico, muy cauteloso y muy inteligente para trabajar y negociar con nosotros: el primera día nos hicieron viajar en autobús, sabiendo que ya llevábamos una semana en la mina. Estabamos agotados, dormíamos abajo en la mina, nuestras camas eran tablones, la humedad de la mina era muy alta, la humedad de la mina paralizó los extractores de agua; el agua se estaba acumulando y nosotros nos estábamos arrinconando. No podían cortar el aire, pero había una de estas máquinas grandes que extraen el agua. Eso se paralizó y el pique se empezó a llover, la humedad nos iba arrinconando. Llevábamos siete días en la mina durmiendo mal. Entonces, el gobierno viene y nos llama y nos hacen viajar en autobús toda la noche; al otro día nos hicieron descansar en la confederación minera.
5. En La Moneda
Siete ministros, más el vicepresidente de la República, se sentaron frente a nosotros. Una imagen impresionante. Sentados delante de nosotros, y nosotros vestidos de minero, porque no nos sacábamos ni el casco ni la lámpara ni aunque nos sentaran a la mesa. Los cascos siempre estuvieron sobre nuestras cabezas. Así nos sentamos a conversar.
La táctica de ellos fue parar los ventiladores de la sala de negociaciones. Había un calor insoportable dentro. No funcionaron los ventiladores grandes que tenían e esa sala; había tres y no funcionó ninguno en La Moneda. Era una táctica para agotarnos y cansarnos, para que, en un momento de estrés, reventar la negociación y cortar para cualquier lado.
Nosotros lo conversábamos entre nosotros, no íbamos a hablar todos. Dentro de la conversación, solamente dirigimos a dos para no agotarnos ni cansarnos, porque ya estábamos saturados. Llevábamos una semana en la mina y recién estábamos conversando con el gobierno central y ellos lo que querían era cansarnos. Estuvimos seis horas, dormí en la mesa y el ministro dijo: “Déjalo que duerma”. Yo dormí, incluso ronqueé —me dijeron mis compañeros— encima de la mesa. El ministro dijo: “Déjalo que duerma”. Me dejaron dormir. Pero nuestro cansancio era psicológico, ya no dábamos más. Incluso le tiré una talla a uno de los ministros, porque me aburrió. Le tiré una talla y no le gustó. Le dije: “Si usted postulara a Presidente de la República yo le daría el primer voto”. No le gustó la broma. Lo tomaron a la risa; de pronto saltó otro ministro y gritó en la mesa (aunque no lo crean, él gritó en la mesa): “Ya, “¿hasta cuando cresta van a seguir aquí? ¿Cuándo se van a sacar el casco?”. Sacarnos los cascos significaba sacar a los viejos de la mina. Entonces le dije: “Perdón, señor ministro, ¿usted está enojado?”. Y él me respondió: “No”. Reaccionó en ese momento. ”No, no”, me dijo. Y saltó otro ministro: “No, el ministro acostumbra a alzar la voz”. Entonces el Subsecretario del Interior y todos los demás se rieron y quisieron calmar la cosa. Le dije, al señor ministro: “¿Usted está enojado?”. “No”, me dijo, “a veces subo la voz; estamos todos en armonía aquí, queremos llegar a buen término”. “Porque si usted está enojado” le dije yo, “yo cuando me enojo grito igual que usted”. Entonces el señor Vicepresidente pidió unos minutos y dijo: “Enfriemos la cosa, nos tomamos una agüita, un cafecito”. Así paró la conversación.
A nosotros siempre nos dejaron en la sala, nunca nos dejaron salir; decían: “Nosotros salimos, ustedes se quedan para que no se cansen”. Su táctica era que nos quedáramos adentro. No había ventilación, era mucho el calor, nosotros con ropa de minero, casacas, chalecos y todo lo demás, transpirábamos adentro de la sala; la táctica era cansarnos, agotarnos. Al final uno de nosotros dijo en esa primera negociación: “Bueno, hasta aquí llegamos, estamos cansados y vemos que ustedes no llegan a ninguna parte”.
6. Regreso a la mina
Se presentó la primera propuesta y nos vinimos con ella al pique. Estábamos hablando de veinte pensiones de gracia, hablando del primer punto de reinserción: educar e insertar a los cabros más jóvenes en el lugar de trabajo. Ya se había ganado y cuando estábamos en la mesa de negociaciones llegó una noticia: todos los presidentes de la bancada de la Concertación habían firmado un tratado entre ellos, que no apoyaban el puente de jubilación. Ese fue el momento cuando llamamos a los compañeros de Lota, a los de Curanilahue. Los llamamos a unirse a la toma, o sea, a paralizar su faena.
Legaron los lotinos, vinieron casi cien trabajadores en la tarde, al séptimo día. Estuvieron varios días conversando y dijeron: “Tenemos ya listos los dirigentes, lista la gente para tomarnos la mina de Lota y otras partes de Curanilahue”. Y fue cuando el gobierno astutamente, la Enacar era una empresa estatal, llama a todos sus dirigentes sindicales y les dice que si ellos se unen a nuestra toma o a nuestra causa, Lota perdía el proyecto “2001”. Ese proyecto es una bonificación que les dio el gobierno, que entregó como cinco millones de dólares para equipar la mina, porque Enacar no sobrevive sola, es subsidiada por el gobierno. Así, ellos inmediatamente rompieron con nosotros y nos dijeron que no iban a participar con nosotros porque las bases no apoyaban el asunto; que sus dirigentes, sólo ellos, habían tomado la determinación por seguridad de Enacar y no apoyarnos a nosotros. Así continuamos solos, los dejamos porque no queríamos agotarnos con los dirigentes ni con los señores de Enacar. Quedamos solos, completamente solos.
Luego nos llamaron a negociar; nos hicieron viajar en avión al otro día en la mañana temprano, después de haber pasado toda la noche en la mina. Cuando bajábamos, no dormíamos porque teníamos que controlar la gente, organizar la cosa, porque ya se ponía incontrolable. Al octavo día formamos grupos de limpieza a sanitarios, con personas que limpiaran los lugares que usábamos como baños. Se formaron varios grupos; estábamos un poquito más organizados, pero la gente estaba nerviosa. Hubo gente que se desesperó y quiso salir, que inventaba y llamaba a la señora por teléfono para que le mandara un papel que dijera que el cabro está mal y los dejábamos salir; otros lloraban. Hubo gente que lloró por salir —gente joven sin experiencia—, que nos pedía que por favor los sacáramos. Nosotros los sacamos, nunca obligamos a nadie. La jaula siempre estuvo abierta, el que quería salir, que lo hiciera.
Para mí, estar en la mina fue bonito. Durante los nueve años que fui minero fue tremendamente bonito, porque aprendí a conocer la mina y a vivir junto a ella, a conocer sus mañas, sus ruidos.
7. Nadie sale de la mina
Volvimos a negociar con el gobierno. El gobierno nos hizo una última propuesta. Eran como las 2:00 de la tarde cuando dijeron: “Bueno, tenemos hambre vamos a almorzar”. Los caballeros que sirven dijeron: “Está servida la mesa, los llevamos al casino”. Ellos dijeron: “No, para qué se van a mover, almuercen aquí”. Almorzamos en la sala de reuniones, comimos pollo seco con arroz graneado. Con nuestro cansancio y nos sirven comida seca. Fue todo pura psicología la que usó el gobierno para cansarnos. Ya en el noveno día de conversación con el gobierno las cosas se estiraron al máximo.
No nos gustó la última proposición del gobierno, tampoco podíamos decidir los siete solos. Por eso dijimos que íbamos a llevar la propuesta a nuestros compañeros. Les dijimos: “La vamos a discutir con ellos y bueno, veremos qué respuesta dan ellos y de ahí la traemos y llegamos entre el noveno y el décimo día”. El noveno día bajamos casi a las 12 de la noche. Ese fue el día más terrible que vivimos. Fue el día en que reventaron todo lo que era nervios, todo lo que era tensión. Yo fui uno de los que vivió ese momento, el peor día de mi vida junto a mis compañeros. Rompimos las conversaciones con el gobierno porque era una negociación miserable, que daba cincuenta pensiones de gracia y la posibilidad de reinsertarnos en lugares de trabajos. Pero nosotros sabíamos que eso nunca se iba a cumplir. Ese fue el día cuando nuestros compañeros dijeron: “Nadie sale y se cortan todas las comunicaciones con el exterior con nuestros compañeros”. Después se restringió el uso de los teléfonos: de tres sólo quedó uno en servicio, que lo manejaba un grupo de personas que no dejaban hablar a nadie para fuera. En ese momento uno del grupo gritó: “Aquí cagamos y cagamos todos”. Anterior a eso nos comunicaron, en forma urgente, que iban a bajar las fuerzas especiales por los chiflones, por donde se podía bajar. Si es que podían hacerlo, porque podían demorarse cuatro horas en bajar y en llegar al lugar donde estábamos nosotros, siempre que supieran el camino. Claro que si estaban acompañados de un ingeniero de la mina podían llegar rápido. En ese momento yo subí a la superficie y le digo al capitán de Carabineros, porque me relacioné mucho con él en esos días: “Oiga, mi capitán, no quiero hablar con el capitán Valenzuela, quiero hablar con la persona; quiero que se saque el uniforme y conversemos de hombre a hombre. ¿Es verdad que llamaron a las fuerzas especiales para bajar a la mina?”. En ese momento contestaron de Concepción: “No, porque no conocían el terreno y los viejos tienen todo cubierto”.
Cuando volví a bajar a la mina, se bloqueó el pique y quedamos todos abajo. Teníamos dos carros de explosivo, teníamos la pólvora que se usa para la roca, que es la más fuerte y que se usa para el carbón. Sabíamos que teníamos mil cartuchos de dinamita a nuestra disposición. En ese momento, la gente ya se estaba preparando psicológicamente para el final. Teníamos acceso a todo —a los explosivos—, teníamos llaves, fulminantes que hacen estallar la mina. En ese momento, a mí me entró el nervio, porque en verdad que en ese momento se dio un frito. Fue una promesa que se hizo abajo en la mina de morir todos.
En ese momento, Checho —que era nuestro vocero, porque teníamos comunicación directa con Radio Carbón, teníamos una radio abajo donde escuchábamos esa Radio, que se escucha abajo en el pique abajo—, en ese momento Checho pidió hablar con el caballero de Radio Carbón. Le dijo que quería darle una noticia a todos y le contestaron: “Habla, si estás al aire”. Checho dijo: “Bueno, dice el gobierno que no nos quiere dar el puente, pero que a nuestras mujeres les darán la pensión de viudez”. Afuera las viejas escucharon y se armó la “pata de pollo”; no podían controlar a las viejas, porque las mujeres sabían que en la mina había pólvora y que estaba al frente de nosotros. Ellas formaron grupos, trancaron las puertas, porque en la mina existen puertas de ventilación—salidas a distintas galerías—, lo trancaron todo. Volcaron carros para trancar las puertas, fijaron los puntos donde se iban a poner los explosivos, se emitió el comunicado para arriba de que si bajaban las fuerzas especiales se iba a hacer uso de la dinamita. Entonces nos hicieron subir urgente; el gobierno pidió que los voceros subieran y que viajáramos nuevamente a Santiago para conversar.
8. Ultima conversación
Nuestros compañeros permitieron que subiéramos nuevamente, pero dijeron que era la última conversación que se hacía con el gobierno, Luego, nos volveríamos a encerrar en la mina. Fue así como nos pidieron que viajáramos. Ese día los viejos dijeron abajo: “Ustedes no duermen aquí esta noche”. Se juntaron todos, nosotros estábamos cansados psicológica y físicamente, y dijeron: “Ustedes siete no van a dormir en la mina, cada uno se va a ir a su casa”. Esa noche fue la primera noche después de diez días terribles, en que nos fuimos a nuestras casas.
El día antes nos hicieron firmar, por intermedio del juzgado del crimen de Coronel, una notificación donde se nos hacía responsables por cada vida que había en la mina. El juez de Coronel nos hizo firmar un documento donde nosotros éramos responsables por cada viejo, cada viejo enfermo, por cada viejo que muriera dentro de la mina. Nosotros responsablemente la firmamos y asumimos toda responsabilidad. Se lo dijimos a los viejos: “Vamos a firmar por cada uno de ustedes, por lo que les pase”. Esa noche dijeron abajo que se nos iba a tomar, que se nos quería detener, porque la cosa se volvió incontrolable. Nadie podía parar lo que había. Por eso fuimos en forma clandestina a nuestras casas.
Yo llegué cerca de las 12 de la noche a mi casa. En eso participaron dos diputados, quienes me sacaron en un auto del diputado Navarro y me llevaron a mi casa. Por donde yo salí, salieron los otros. Esa noche llegué a mi casa, me bañé, abracé a mis cabros, abracé a mi vieja. Lo único que quería era comer algo, comí algo suavecito y descansé. Mi mujer me vigiló toda la noche, cuidó de que yo durmiera bien; desperté a la mañana siguiente tranquilo y fui a negociar nuevamente con el gobierno a Santiago.
El Intendente en ese momento se enojó, dijo que nosotros lo pasamos a llevar y nos dirigimos directamente a Santiago. Dijimos: “No queremos nada con el Intendente, queremos directamente con Santiago”. El Vicepresidente recalcó, en Santiago, que por qué nosotros habíamos dejado de lado al Intendente regional. Nosotros dijimos: “Queremos conversar con ustedes, el gobierno central. No queremos más intermediarios que nos agoten más de lo que estamos”.
En ese momento, en la mesa de negociaciones, me transformé en el hombre con la calculadora en mano: calculé la cantidad de viejos a los que tenía que sacarle la pensión de gracia, qué cantidad de viejos podrían meterse en el curso de reinserción y cuál era la cantidad de hijos que podíamos meter, que ya están trabajando en la parte obras públicas. Ahí fue cuando el gobierno se puso más duro y más tenso, donde se vivieron horas terribles en La Moneda, porque mientras los ministros nos alargaban las horas de conversación, más nos agotábamos. Pero teníamos una ventaja, que habíamos dormido en nuestras casas: ya no estábamos tan masacrados en ese momento. Fue cuando las conversaciones duraban de 15 a 20 minutos y se interrumpían.
En la segunda conversación, uno de mis compañeros se agachó, miró debajo de la mesa grande. Luego nos hizo señas para que miráramos para abajo, para que viéramos los micrófonos debajo de la mesa de conversaciones. No se podían ver a simple vista, pero buscando bien sí: eran micrófonos que estaban con cables, cables que se meten hacia abajo y que no se ven por ninguna parte. En ese momento les dijimos a los ministros: “Bueno, ustedes nos han estado poniendo micrófono”. “No se asusten”, dijeron, “esto nunca ha funcionado, éstos no están funcionando”. Dijimos: “Después de tantos días de conversaciones, ahora nos damos cuenta de que ustedes siempre nos pusieron micrófonos, entonces siempre supieron lo que conversábamos solos”. “No, no, aquí nunca se utilizo micrófono y esto no está en servicio”. Bueno, estábamos en La Moneda y nos convencimos de que no era así. Por eso, cuando se interrumpían las conversaciones, lo que hacíamos era irnos a un rincón, a un sillón de la sala. Allá conversábamos despacito, conversábamos entre nosotros para saber qué íbamos a decir nosotros. Nos hablábamos al oído, nos retábamos también cuando cometíamos errores. A veces “se nos iba el cassette”, como se dice, por el cansancio y todas las cosas. A veces decíamos cosas que no tenían sentido, de eso se aprovechó también el gobierno. Por eso nos retábamos nosotros. Nos decíamos: “Oye, por qué dijiste esto, por qué dijiste esto otro”. Pero no nos desmoralizábamos, pensábamos en qué íbamos a hacer para cambiar eso.
El Vicepresidente nos decía: “Para qué van a salir, mejor salimos nosotros”. Nunca funcionaron los ventiladores. Fue una buena estrategia, porque el calor era insoportable. Lo que sí pedíamos era harta agua mineral, y nos daban bastante. Queríamos Cachantún, no queríamos jugos dulces, sino pura agüita, tomábamos harta agua. Fue cuando empezaron las conversaciones cortas. El gobierno empezaba a negociar de 50 a 70, de 70 a 75, a 80 pensiones de gracia; luego dijo “ya, 100 pensiones de gracia y se cierra con 8 años de servicio en la mina”. Teníamos un punto ganado, pero estábamos hablando de la gente que no iba a ir a reinserción ni a pensión de gracia. “Bueno”, dijo el ministro, “vamos a abrir 100 cupos, 300 cupos de trabajo en Curanilahue. Y salta inmediatamente el representante de Curanilahue y dijo: “No pueden ir de Coronel a quitarnos los puestos de trabajo a nosotros”. Su razón tenían, les íbamos a invadir sus plazas de trabajo, su lugar de trabajo. Por eso continuó: “No, vamos a ir a protestar”. “No, no vamos nada para Curanilahue, vamos a hacer todos los trabajos en Coronel”, dijo el Subsecretario del Interior y todos los demás. Ahí nuevamente gritó el ministro: “Bueno y hasta cuando vamos a estar conversando”. David, que era uno de los morenos maceteados, golpeó la mesa y le dijo: “Mire, señor, usted hasta cuando cresta nos va a estar gritando aquí también, que lo único que hace es cansarnos con todo lo que nos dice”. Y el ministro dijo que desde cuándo el gobierno tiene que pagar los platos rotos de lo que estábamos haciendo nosotros. Yo salté y le dije al ministro: “Y hasta cuándo los trabajadores, los pobres, tenemos que pagar la tremenda cagaíta que se mandan ustedes”. El ministro dijo: “¿Por qué?”. Ahí le respondí: “Y cuando el Dávila se farreó los 280 millones de dólares ¿quién pagó? ¿No pagamos todos nosotros y tuvimos que tapar el hoyo? Y cuando el gerente de Empremar se farreó tantos millones de dólares, ¿quién pagó? Y hasta cuándo cresta le va a seguir echando plata a un saco roto que es Enacar”.
En ese momento nadie se respetó, se reventaron las huinchas y nos dijimos cosas que después pensamos: “¡Y se las dijimos al ministro!”. El Subsecretario del Interior quiso calmar las cosas y dijo: “Han pasado tantas cosas en este país que son incontrolables, a veces, el gobierno no tiene llegadas a esas cosas”. Me habló calmado, calmó la cuestión, y me dijo: “Mira, si yo te contara donde yo estuve preso, lo que me hicieron”, y me contó una parte de todo lo que pasó y se calmó. “Se termina la negociación”, el ministro dijo en ese momento.
En el pique, nosotros ya habíamos pedido autorización para tomar determinaciones en la mesa; nuestros compañeros nos habían dado todas las atribuciones. Cuando el ministro nos preguntó: “¿Traen las atribuciones para terminar la negociación?”. Nosotros le dijimos: “Sí, pero cuando la negociación sea favorable para nuestros compañeros”. Le pedimos “150 pensiones de gracia y los cupos de trabajo se hacen en Coronel y la reinserción la hacen los cabros jóvenes con preparación”. Y en ese momento estaba también negociando en la mesa doña María Eugenia; ella dijo: “Los cursos están, la plata está, todo está, así que los cursos van”. Listo y el ministro dijo: “100 pensiones y no hay más, porque estas pensiones las pueden controlar el Ministerio del Interior y no pueden ir a la Cámara de Diputados ni nada”. En ese momento nos miramos y pedimos unos minutos para conversar. Nos dieron los minutos, nos fuimos al rincón y volvimos a conversar: “Cabros, la cosa no da más, ya no estamos retando unos con otros”. Le dijimos cosas al ministro, cosas que nosotros nunca pensábamos que le íbamos a decir.
Analizamos cosas que habíamos dicho y, bueno, la cosa no daba para más, las mujeres en Coronel se impacientaban también. Se ponían incontrolables nuestras mujeres e hijos, las mujeres abajo también. Incluso sacamos un viejo se enfermó psicológicamente y tuvimos que ponerlo en tratamiento psicológico. Él se rayó abajo, pero —gracias a Dios— se recuperó. Actualmente está trabajando, tiene 26 años el muchachito; se nos enfermó abajo. Él hizo un juramento a sus compañeros, juró que no se salía; en su lucidez dijo que no salía y no salió hasta el final. Al final tuvieron que sacarlo horas antes, porque ya se volvía incontrolable abajo, sufría de cierta cosa, un médico puede explicarlo, yo no.
En ese momento, el ministro dijo que se firma la negociación y terminamos. Le dijimos al ministro: “Esperamos que usted no divulgue la negociación hasta cuando nosotros lleguemos a Coronel y le digamos nosotros primero a los viejos”. Nosotros salimos de La Moneda y nos pillaron unos canales de televisión —despacho directo. Al final nos dieron más de las diez de la noche en La moneda. Lo primero que hizo el ministro fue meterse a “La Copucha”, como le dicen a la sala de prensa, y tirar toda la negociación por televisión. Lo supieron los viejos y las viejas antes de que nosotros llegáramos. El ministro no cumplió con lo que nos había dicho, con lo que siempre nos pedían cuando terminaba una conversación. Nosotros hasta nos poníamos de acuerdo sobre qué se iba a decir afuera para no entorpecer nada de la negociación. Y bueno, nosotros siempre partimos respetando al gobierno, y que el gobierno nos respetara a nosotros.
9. Fin de la huelga
Llegamos esa noche. La gente estaba alborotada en Coronel. Sabían que lo que se quería era salir. Muchas autoridades bajaron a la mina. En ese momento metimos camuflado al camarógrafo de Megavisión, que se hizo famoso también por la toma de la mina; lo metimos camuflado abajo para que tomara las primeras tomas de la gente, para que el gobierno se diera cuenta.
Ese muchacho nos hizo un gran favor, porque se grabó lo que se estaba viviendo. Cuando ustedes veían a los viejos medios moribundos, él los grababa. También se usaron estrategias en la mina, el minero fue inteligente para negociar. Llamamos al camarógrafo y le dijimos: “Tú vas a tomar esa foto de esa toma que está ahí, mostrando unos viejos medios moribundos”. Pero no era así, incluso algunos viejos conocieron la carne abajo, casi todos los días comíamos carne; también bajaban los doctores. En un momento bajaron hartos. Hasta me convertí en paramédico; es decir, no en paramédico, sino en farmacia, porque me quedé a cargo de todos los remedios en un momento, porque se formo una colitis tremenda allá abajo, que en un momento casi no se pudo controlar, hasta cuando bajaron los profesionales.
En ese momento bajaron todos sin autorización de la gente: el diputado, los asesores, el padre Pepe. Abajo, la gente decidió expulsar a todo lo que era autoridad y dejar sólo a los siete voceros, para conversar de lo que habíamos firmado. Los viejos dijeron que de ahí nadie nos sacaba, que nos quedábamos hasta mañana. Nos costó dos horas conversar y convencer a los viejos de que ya no podíamos más, de que las negociaciones no daban más, que había que salir, que ha habíamos firmado una negociación, que las viejas afuera estaban incontrolables, que las mujeres no querían más, que querían que todo terminara, que nosotros no éramos psicológicamente capaces de soportar las negociaciones y seguir conversando ni nada más. Prácticamente estábamos saturados, estábamos reventados, como se dice. Los viejos entendieron y leímos la negociación.
Para la mayoría fue favorable; para otros no, porque ahora recién en marzo comienzan los cursos para los de reinserción y los de obras públicas. En estos momentos hay cien viejos que están percibiendo un sueldo de 91 mil pesos líquidos, en Pichilo, Caranpangue; los cursos de reinserción ya se están pagando, 52 mil pesos mensuales, que se pagaron cuatro meses adelantados a los viejos, a los cabros jóvenes. En marzo se les sigue pagando y ellos van a estudiar.
10. Consecuencias de la huelga
Ahí terminamos como voceros. Sacamos a los viejos y fue un triunfo: trabajamos en una empresa privada y llegamos a conversar con el gobierno. El ministro nos dijo: “Esto que han hecho ustedes nunca se había aceptado”. Siete ministros, más el vicepresidente, conversaron con un grupo de mineros que no eran ni dirigentes ni de ninguna corriente política ni con conocimientos de negociaciones ni de nada. Éramos espontáneos, nacimos de un grupo de personas y sentamos al gobierno a conversar. Para mí fue una experiencia tremenda.
Bajé ocho kilos en once días y mis compañeros también bajaron otros kilos. Yo bajé ocho kilos en doce días de conversaciones y de toma de la mina, kilos que me han costado recuperar. Quizá me ven un poquito nervioso, pero es por causa de la negociación y de sufrir. Durante la negociación no sufrí crisis nerviosa; pero ahora sí, porque me vino la calma, me vino como un atochamiento de cosas que no hubiese querido vivir, pero que viví, como malestares o cosas al estómago de tiempo atrás.
Después de las negociaciones, yo rechazaba las comidas. Pensaba mucho en lo que había pasado, en mis compañeros inquietos, porque seguía siendo dirigente de mis compañeros. Y ellos, aún estaban encontrando trabajo y reinsertándose. Vivimos la mala experiencia. El 29 o 30 de septiembre viajó un cuñado de Rancagua; yo me había postulado para trabajar en Rancagua. Mis antecedentes: soy mecánico en máquina y herramientas, tengo cuarto medio industrial, soy maquinista en máquinas en la mina. Cada minero se hizo un curriculum en la mina, que no nos sirve afuera, que sólo sirve en otra mina.
Mi cuñado me dijo: “Mira, tu postulado al lugar de trabajo estaba listo para ser firmado, para que firmaran el pase, que se le llama en Rancagua, para que firmaran un contrato”. No quería seguir contándome; al final nos sentamos y conversamos cerca de mi casa el día 29 de septiembre a las 12 de la noche. Él dijo: “Te voy a contar lo que no quería contarte, me molesta decírtelo, pero estaban listos para darme el pase y traerlo para que tú lo firmaras”. A mí me habían dicho que yo iba a firmar un contrato en Rancagua para trabajar como obrero nada más. Uno de los administradores recibió mi curriculum con una foto que es difícil conocerme, una foto que la tengo en el carnet de la licencia de conducir, incluso parece que tengo un aro —cosa curiosa—,esa fue la que yo mandé a Rancagua. Ese administrador de la empresa dijo: “Esta cara me es familiar, lo he visto en alguna parte”, después de que había pasado todo, porque mi cuñado me dijo que allá en Rancagua también llegó la noticia, el alboroto de la mina.
En toda la negociación yo usé barba, que incluso hasta ayer usé y que me afeité para venir porque quise estar presentable. Usé barba durante mucho tiempo, usé barba durante mi profesión también. No crean que nosotros en las negociaciones con el gobierno íbamos olorosos y todo lo demás. Ibamos arriba, nos bañábamos y nos poníamos la misma ropa, era la única diferencia; al ponernos la misma ropa, creo que quedábamos igual hedionditos; nos echábamos desodorante, pero no nos cambiábamos la ropa.
Un administrativo le pareció conocida mi cara. Fue a un sitio que tienen una rumba de diarios y trajo un diario y dijo: “Por eso su cara me era conocida, éste era uno de los alborotadores y vocero de la mina; así es que por lo tanto”, lo dijo a mi cuñado, “su cuñado se queda sin trabajo y sin nada. Hasta luego”.
Los voceros hemos tenido problemas de encontrar trabajo. La empresa carbonífera de Schwager se lo advirtió y lo confirmó, que se ha hecho a correr la famosa lista negra donde los siete encabezamos la lista. Somos personas visibles en cualquier empresa en Coronel. Tendría que salir más allá. Yo hasta el día de hoy he vivido de ayuda de amigos, de gente que se nos ha acercado con canastos y a mi señora la he tenido con promesas. Espero que no se me aburra porque, como dice una canción: “con amor no se compra casa, con amor no se vive”. El amor si es imprescindible, es el sostén para mantener la casa. Yo tengo tres hijos, tres hermosos hijos, lo digo porque tengo una lolita de diez. Mi lola se llama Carolina, el Angelo tiene nueve años y Franco tiene seis años. Ellos sufrieron mucho los días de la toma. En un de esos días, yo salí de la mina, y el Franco se escapa entre toda la gente, de mi señora, y me ve y corre hasta mí. También lloré, como hombre lloré y sufrí en la mina. Franco se me tiró encima y me abrazó; lloré, y en ese momento El Mercurio me tomó esa foto importante. No se me nota en el diario que estoy llorando y abrazando a mi hijo, a Franco, que es mi guagua. Franco me pidió en ese momento que me fuera para la casa, y yo lentamente le digo: “Hijo, no puedo, porque allá abajo hay más papás que tienen hijos como tú y también están sufriendo y no pueden salir”.
Les voy a contar algo; no hay peor cárcel que estar preso voluntariamente; no hay peor cárcel que sabiendo que puedes salir, no quieres salir. Yo lo viví, porque, aunque podía estar en libertad e irme a mi casa con mi mujer y mis hijos, no podía. Entre irse y no se sufre bastante también. Mis hijos lloraron la noche que me fui a mi casa, el día número diez de las negociaciones. Lloró mi mujer, lloré con mis hijos, lloré con mi mujer, no me avergüenzo porque un hombre también tiene derecho a desahogarse ¿cierto? David también lloró cuando a su chiquito lo encontraron haciendo un hoyo. No sé si escucharon eso ustedes. Estaba haciendo un hoyo. Entonces fueron y le preguntaron a ese niñito, que lo conocimos tanto, andamos tanto con él, mire hasta el nombre se me olvidó… ¡Nicolás! Tenía cuatro años y lo encontraron haciendo un hoyo; le preguntaron para qué estaba haciendo un hoyo; y él dijo que quería ir a juntarse con su papá abajo en la mina. Tenía cuatro años y reaccionó de esa manera cuando le preguntaron.
En la mina se vivieron cosas que nos emocionaron, cosas que nunca creí haber vivido y creo que si hubiese tenido que vivirlas por mis compañeros, volvería a vivirlas. Lo volvería a hacer.
Usted sabe que la zona minera de Coronel y Lota es muy evangélica. Cierto, se cree mucho en la religión. Abajo se formaron grupos y se hacían oraciones, se oraba en la mañana, se oraba en la tarde, se hacían servicios que se prolongaban dos horas a veces. Orábamos por los voceros que estaban hablando, para que nos fuera bien en todo, para que se calmaran los que estaban alterados, para que la gente se armonizara. Se hizo mucha entrega de sí misma de las personas, se entregaron al Señor se hizo más armoniosa la estadía. Los días parecía que se hicieron más cortos, más tranquilos. La parte religiosa fue algo fundamental, algo bonito, algo que ayudó mucho a sujetar a la gente, a tranquilizarla. Se hizo mucha religión.
11. Con casco a Santiago
Las negociaciones ya habían terminado, pero el gobierno se estaba demorando mucho en cumplir la negociación. O sea, se acercaban las fiestas de Pascua, Año Nuevo, y no había nada seguro de que las platas venían o que los viejos iban a reinsertarse en los trabajos. Por eso fuimos nuevamente.
La primera vez fuimos de civiles y nadie nos reconoció en Santiago. Prácticamente nadie sabía que nosotros estábamos en Santiago. Entonces, como ustedes son jóvenes universitarios, por intermedio de ustedes quiero agradecer al universitario de Santiago, jóvenes como ustedes que también solidarizaron con nosotros, que se juntaron en La Moneda, que se sentaron afuera de La Moneda y llevaron sus carteles, que nos abrazaban y que nos daban apoyo de una u otra manera. Solidarizaron con nosotros y siempre estuvieron con nosotros.
Cuando fuimos de civil nadie nos conoció, pasamos inadvertidos entre toda la gente. Nadie sabía que éramos voceros de los mineros. Como nos dimos cuenta de eso, volvimos a Coronel. Llegamos a las casas, pescamos la ropa, llevamos los bolsones de ropa, casco y todo. Nos vestimos de minero y nos fuimos a la calle. Caminamos una cuadra y todos nos reconocían: “Ahí van los mineros, volvieron los mineros”, decían. Y se empezó a agrupar la gente en Santiago.
Antes de llegar a La Moneda, nos detuvieron los carabineros. Nos tomamos y nos agarramos de los brazos y les dijimos que no era nada con ellos, que veníamos a pedirle al gobierno que cumpliera lo que nos habían prometido, que ya se acercaban las fiestas y que no había nada en claro. Fue la segunda vez en que el gobierno nos vio como mineros en La Moneda. Ahí se puso los pantalones y firmó, definitivamente firmó, fechas, números, cuándo pagaban las pensiones, los cobros de reinserción, cuándo pagaban a los viejos que iban a obras públicas. Todo quedó ahí, escrito. Hasta hoy día —con la gracia de Dios— se cumplió durante las fiestas, que era lo que más queríamos, porque a los viejos les llegaban las fiestas y no había nada.
Siempre le dijimos al gobierno que nosotros lo que más temíamos era que alguien se quitara la vida en la zona minera. Como el caso de ese compañero, que no participó con nosotros, que se llamaba Armando, que tenía 32 años, que vivía en la Villa Hermosa de Schwager a 2 kilómetros del pique. Él se quitó la vida, se mató. Armando, minero como yo, un minero común y corriente, se mató porque en su casa había problemas graves con su familia, con sus hijos, porque no tenía para dar. Nosotros le dijimos al gobierno que eso podía pasar y pasó.
Siempre en una calle en la población se pone un semáforo cuando mueren personas, nunca antes en Lagunilla se reporto el tema y en Coronel tampoco. Se puso semáforo porque se había muerto alguien. A Coronel siempre le dan algo cuando algo grave pasa. Vino un señor del gobierno, un fiscalizador, y nos reunió a todos nosotros como dirigentes, perdón, como voceros, nunca he sido dirigente de los mineros. Él dijo: “Bueno, aquí vamos a trabajar, aquí el muerto lo carga el gobierno”. Había cuatro voceros y le llamamos inmediatamente la atención. Le dijimos que él no era quien ni representante del gobierno para que nos viniera a faltar el respeto. Nosotros éramos trabajadores y veníamos a hacer el trabajo que le pedimos al gobierno, que veníamos a ganarnos la plata, no a que no las dieran. Le dijimos a ese señor que no le permitíamos que nos viniera a hablar de muertos, porque habíamos enterrado a 21, que todavía estaba en nosotros ese dolor. Ahí yo me pude dar cuenta que al hablarle al viejo de muertos y querer tocar sus fibras, el viejo reacciona inmediatamente, no agresivo, sino que reacciona con dolor; todavía el minero está dolido, está sentido con lo que pasó.
Creo que no le permitimos al gobierno que nos falte el respeto. El minero nunca va a permitir que nadie le falte el respeto. En ese momento le dijimos que no éramos carga del gobierno, que lo que le pedimos siempre en la mesa de negociaciones al gobierno, fue que reinsertaran gente en el cobre, porque había gente capaz, porque la mina también es moderna. Llegaron en Jumbo a Schwager, también los viejos saben mucho y donde lo tiren cae parado, como se dice. Los viejos son bien gallos.
Mi idea no es hacer daño a nadie ni que me hagan daño a mí, porque quiero ser un trabajador, ganarme la vida, ganarme el sustento con mis propias manos y decirles que la mina es bonita, que no es terrible como se pinta. La mina es bonita, pero hay que aprender a conocerla, a vivir con ella, conocer sus ruidos, conocer todo, aprender a arrancar cuando hay que arrancar. Nunca había arrancado tanto cuando el cerro carga, como se dice. Parecíamos conejitos cuando arrancábamos. El cerro nos asusta, a veces nos pega su poquito de susto.
[1] La transcripción es textual; sólo se han suprimido nombres y situaciones que nos parecieron innecesarias en la línea del relato.